Hace algunas semanas las tropas chinas sofocaron levantamientos en el Tíbet. Estos últimos días fueron las tropas rusas las que usaron la fuerza en la caucásica república de Georgia. Se suponía que tras la guerra fría, el mundo estaba reemplazando la lógica de la fuerza y de las esferas de influencia, por conceptos de cooperación económica y mayor respeto político. Pero es utópico pensar que las grandes potencias como China, Rusia y el propio EEUU van a renunciar a su poder si creen que sus intereses están siendo tocados.
EEUU aplica tanto el soft power –su influencia indirecta y suave- como el hard power – la fuerza militar, como en Irak – según sus objetivos. Y el nuevo presidente de Rusia, Dimitry Medvedev, tal como su antecesor Putin y todos los anteriores a él, actuará según los intereses rusos.
En la República de Georgia, hoy independiente pero que formaba parte de la ex URSS, Moscú apoya a los separatistas de Osetia del Sur y Abjasia, regiones georgianas que quieren independizarse. La razón principal es que Rusia no acepta la idea de una Georgia fuerte y unida que se integre a la OTAN, por lo clave de ese territorio caucásico por donde pasan oleoductos estratégicos. Por eso apoya a los separatistas.
Es interesante observar cómo todos los gobernantes del Kremlin han manifestado en su forma de actuar las dos almas rusas. Desde hace siglos existen en Rusia dos corrientes de pensamiento: una es la que mira hacia occidente, como el propio Zar Pedro el Grande que fundó San Petersburgo mirando hacia el mar Báltico y la hizo su capital, para comunicarse y comerciar en forma expedita con Europa; esa corriente se manifestó también cuando Gorbachov decidió hacer las reformas económicas o perestroika, o cuando Putin se acercó a Europa y EEUU.
Pero también existe la segunda corriente, la de la Rusia profunda y religiosa, la que exacerba el nacionalismo en la toma de decisiones y exige una Rusia potente y defensiva, en vez de abierta y receptiva a la influencia exterior. Esa corriente se nota cuando Medvedev en Georgia o anteriormente Putin en Chechenia usan la fuerza para advertir que no aceptarán perder influencia en sus ex territorios, ni poder en los actuales.
Acaba de morir Alexander Solzhenitsin, el Premio Nobel que con sus libros combatió el comunismo soviético. Pero su alma rusa profunda tampoco aceptó lo que vino después de la caída de la ex URSS. Decía que Rusia no se comprende sin Ucrania, Bielorrusia y Khazajstán, hoy países independientes. Murió triste por el desmembramiento de un territorio que sus antepasados cosacos habían ayudado a construir, y por el debilitamiento de las tradiciones rusas.
Esos sentimientos están en la mente de muchos rusos, también en la de Putin y Medvedev. Por eso, la historia de Rusia y sus vecinos se está recién escribiendo, y aún faltan muchos capítulos.