Hace más de 40 años que los chilenos no nos perdonamos. Seguimos acusándonos por la llegada del marxismo al poder en 1970, dicen unos, o por el golpe militar del 73, dicen otros. Pero los chilenos, más que culpables, fuimos víctimas.
Víctimas de un mundo que estaba desquiciado por la Guerra Fría, en la que EE.UU. y la URSS se enfrentaban en una lucha ideológica y potencialmente nuclear. Las diferencias que los chilenos teníamos no habrían llegado al extremo de una cuasi guerra civil y posterior golpe militar de no haber sido arrastrados a la lógica de la Guerra Fría por las grandes potencias.
Por eso, deberíamos perdonarnos. Fuimos protagonistas involuntarios de una época en la que la Tercera Guerra Mundial, que no podía disputarse entre Moscú y Washington por el peligro nuclear, se libró a través de terceros países: recordemos la invasión soviética de Europa Oriental, la imposición del Muro de Berlín; la ocupación de Checoslovaquia en 1968, a solo dos años de la llegada de Salvador Allende al poder. La Guerra de Vietnam y la obsesión de Washington con el avance del marxismo. Era la división del mundo en áreas de influencia.
Chile estaba en la zona “norteamericana”, pero llegaba un gobierno marxista. El país aportaba el control del paso bioceánico austral, una larga costa en el Pacífico, y posiciones insulares y antárticas de indudable valor estratégico. Por eso, la instalación de la Unidad Popular tenía enormes repercusiones.
En esas circunstancias extremas asumió Salvador Allende, con 36,63% de los votos. Como era la primera vez que el marxismo llegaba al poder en una elección, Moscú convirtió a Allende en un símbolo: no importaban los chilenos, había que demostrar que la dictadura del proletariado era irreversible. La “Doctrina Brezhnev” decía que un país que entraba en la órbita soviética no saldría jamás. Allende hizo explícita esa dependencia al denominar a la URSS “nuestra hermana mayor”. Y Carlos Altamirano decía que “el poder jamás se resolverá en el Parlamento, siempre será fruto de la lucha insurreccional”.
EE.UU. también tuvo responsabilidad en la extrema tensión que vivió Chile en los 70. Su táctica era instalar regímenes antimarxistas que obedecieran sus intereses. La gran frustración de EE.UU. fue no poder manipular a las FF.AA. chilenas, pues tenían larga tradición de mando a la que respondían.
Y así, tal como Allende -que probablemente creía en el socialismo democrático- fue víctima de las expectativas soviéticas en la región, también la dictadura militar chilena fue víctima del enojo de Washington. Los soviéticos desvirtuaron a Allende al utilizarlo para sus fines. Y EE.UU. castigó la independencia de la Junta chilena con sanciones económicas y militares. La violación de derechos humanos fue un grave factor que Washington consideró además -pero solo además-, pues solía entenderse perfectamente con dictaduras sumisas a EE.UU.
Que Chile fuera el único país que lograba liberarse de la influencia soviética fue un golpe insoportable para la estrategia marxista, que no se perdona hasta hoy.
Así, Chile vivió la triste experiencia -y pagó las consecuencias- de no poder escapar a la locura de la lucha ideológica extrema de la Guerra Fría impuesta por intereses foráneos.
Al margen de nuestras propias divisiones y disputas internas, Chile y los chilenos fuimos víctimas. Por eso, miremos el futuro respetándonos más en nuestras legítimas diferencias, y conversemos con gentileza sobre cómo construir confianzas.