La economía social de mercado, con la debida protección a los realmente postergados, es la que mejor promueve el progreso. Pero cuando gobiernos populistas y grupos de presión la usan para obtener poder político, terminan sofocándola. Recuperar su equilibrio es el principal desafío de Europa al empezar el siglo XXI.
Por su parte, EEUU tiene su propio reto: reencontrarse con su emblemático dinamismo. La muerte de Steve Jobs caló hondo porque era símbolo del emprendedor que con sus ideas podía formar una enorme compañía de la nada, sólo con empeño, visión y la energía emprendedora que representaba lo mejor de esa nación. Quienes hoy protestan en Nueva York bajo el lema “Occupy Wall Street” no lo hacen contra los Bill Gates o los Steve Jobs, porque las fortunas bien habidas, que crean trabajo y prestigian al país, son siempre admiradas. No, la protesta en decenas de ciudades de EEUU es contra el abuso, contra las ganancias basadas en la usura y el irrespeto a las reglas parejas para todos. Eso es lo que saca ronchas: la olímpica codicia y las ganancias desproporcionadas de los bancos a costa del ahorro y el trabajo ajenos.
A mi querido padre, que al fallecer a los 90 años había observado gran parte del devenir del siglo XX, le oí muchas veces comentar que le parecía delicado para el futuro de EEUU que el sector financiero adquiriera tanto poder e influencia política en ese país a costa del sector productivo; que tanta gente joven y preparada abandonara la economía real, las ciencias o el servicio público, atraídos por las desproporcionadas ganancias del área de las finanzas. No tenía nada contra las transacciones responsables y transparentes, pero reflexionaba sobre cómo el énfasis en el rápido enriquecimiento sin sustento real y arriesgando ahorros de miles de pequeños inversionistas podía dañar el espíritu de un país, diluyendo el concepto de esfuerzo y su relación con la legítima recompensa.
En Europa el tema es un poco distinto. Las políticas sociales desarrolladas durante el siglo XX fueron todo un logro de la cultura occidental. Un gran aporte a la humanidad. Pero en las últimas décadas, en países europeos esas conquistas fueron desvirtuadas por presiones políticas que alteraron su propósito humanitario y las usaron como un formidable instrumento de adhesión popular. El resultado es que hoy los desproporcionados beneficios estatales actúan como incentivos perversos. Gente sana y preparada aspira a acogerse a la calidad de protegido del Estado, tener una jubilación temprana, y ser elegible para la ayuda social y sus pagos.
El loable apoyo a los más débiles de la sociedad, que bien implementado debiera nivelar hacia arriba, llevado al extremo ha significado Estados endeudados, grandes corrientes migratorias hacia Europa para colgase de esos beneficios, altos impuestos y enormes burocracias. Hoy es difícil establecer quiénes son los beneficiados y quiénes los pagadores en sociedades con crecientes derechos, menguantes obligaciones y aumento de edad promedio.
Por eso la actual crisis del Euro podría iniciar una nueva era. El concepto de unión europea probablemente prevalecerá, pero se buscará poner algún límite al abuso del actual estado de bienestar, y se deberán coordinar mejor los criterios de manejo fiscal. Y en EEUU, la reflexión de fondo debiera ser sobre cuándo se perdió el norte; sobre cómo recuperar la preponderancia de la economía real basada en el trabajo, la honradez y la inteligencia, limitando el espacio que hoy ocupa el modelo de endeudamiento y especulación irresponsable.