Ha surgido una élite en Chile que -en su gran mayoría- está muy alejada del país real.
La integran, entre otros, políticos, algunos actuales y ex líderes estudiantiles y gremiales, numerosos funcionarios estatales y de gobierno (no es lo mismo), ciertos empresarios, académicos, opinólogos… toda una casta ávida, ansiosa. Este verdadero club tiene integrantes de izquierda y de derecha, pero con una característica común hoy en Chile: su discutible comprensión de lo que es la democracia. Para esta nueva “élite”, la idea democrática se reduce a garantizar derechos, según algunos, o a activar la economía, según otros -ambos objetivos legítimos-, pero en total ausencia de un profundo debate de ideas. Esta casta variopinta no suele analizar que la democracia es un medio al servicio de un objetivo superior: el bien común.
La gente -como se dice hoy- o el pueblo -como se lo llamaba antes- sin embargo tiene una sensatez innata. El chileno en general es razonable, modesto, y por eso se puede ser optimista acerca del futuro. Pero cierta élite influyente vive en otro mundo, se habla a sí misma, se oye a sí misma, se aísla en sus redes de contactos, divide al país, y definitivamente no contribuye a formar una democracia acogedora y eficaz que beneficie a la mayoría.
En todas las épocas y en todos los pueblos a través de la historia han existido las élites, y su valor consiste en ser líderes culturales, ejemplo de respeto al espíritu de las normas sin las cuales una sociedad no puede prevalecer.
Para ser respetables como guías, estos grupos deberían estar al servicio de principios exigentes. En Chile hoy, uno de los términos más repetidos por esta minoría dirigente es tolerancia, que en sí es un gran valor. Pero se suele confundir con una actitud autoritaria, casi jacobina, que esconde la misma intransigencia que critica. Parece muy razonable cuando se expresa: igualdad, respeto por las diferencias, derechos de todo tipo, amplias libertades; son objetivos necesarios y loables. Pero en la práctica, a cargo de este actual grupo rector influyente, se termina desvalorando la responsabilidad, el cumplimiento de deberes, el respeto. Muchas veces además se confunde tolerancia con indiferencia: todo vale, y así abundan la desvergüenza, el nepotismo, el populismo y el abuso de poder.
Incluso el lenguaje, entre los políticos y en los debates en los medios, suele ser decadente y agresivo. El grupo dominante actual es, en gran parte, responsable de la degradación de la vida pública y de la falta de virtudes cívicas. Que otros países de la región estén peor no es consuelo. Recuperar las confianzas en las distintas áreas de la vida cívica es uno de los grandes desafíos del próximo gobierno. Pero también es responsabilidad de la sociedad civil acudir a votar, y luego exigir a sus autoridades que honren sus cargos.