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Demanda peruana y progreso social

La demanda ante la Haya es un despropósito para la seguridad  social de chilenos y peruanos. Implica  ignorar que las políticas sociales y el crecimiento económico exigen un horizonte de estabilidad nacional y regional. Los más de 130 mil peruanos que residen en Chile, y millones de ciudadanos  de ambos países  que necesitan  progresar, no se benefician en absoluto del litigio en La Haya.  Un estadista moderno debería saber que el desarrollo va unido a una opción estratégica por la estabilidad de las fronteras.

En un mundo globalizado e incierto, con nuestros países sometidos a altibajos financieros externos, es un imperativo ético asegurar condiciones de estabilidad para el progreso de estas  naciones tan vulnerables. América Latina viene de vuelta de una serie de experimentos y utopías ideológicas que pagaron caro los más pobres.  Es la hora de complementar  estrategias, defender intereses comunes en el Pacífico sur asediado por flotas pesqueras ajenas y depredadoras, en vez de enfrentarse en La Haya. Nuestra región sigue siendo la más desigual del mundo – junto a  Africa subsahariana-  con un 35% de pobreza según la Cepal.  Lo que se requiere para superarla son entendimientos, no demandas limítrofes  que agotan los presupuestos de las Cancillerías, implican gastos militares  y entrampan el comercio y el progreso.

Las autoridades de Lima perturban  así un momento crucial en América Latina,  que  por  primera vez  vive  una real expectativa de avance económico. El presidente Alan García y su antecesor, Alejandro Toledo,  al  gestionar la demanda  contra Chile y desconocer acuerdos  firmados y reconocidos durante décadas,  estaban más ocupados de su popularidad que de fortalecer instituciones para resolver los problemas reales de los peruanos. Tal vez olvidaron lo peligrosa que es la eterna contradicción latinoamericana,  entre la igualdad política a que se aspira con la democracia, y la desigualdad de hecho que persiste en el ámbito social.

Las autoridades peruanas deberían evaluar   cuánta desigualdad puede tolerar una democracia y por cuánto tiempo, antes de que los desilusionados  ciudadanos vuelvan a apelar a soluciones extremas. Los pueblos necesitan  confiar en instituciones serias  más que en liderazgos personales.  Esperan  un crecimiento estable  para evolucionar desde un  humillante  asistencialismo,  a oportunidades efectivas de trabajo.  Esa  eterna espera debe ser dotada  de legitimidad, con planes  serios  y un cierto desempeño o  “delivery”.   Y eso implica tranquilidad para el intercambio en las fronteras, no caros y agotadores  litigios que afectan las confianzas.